¿Cuánto tiempo llevas ahí?
Ya te has olvidado. Puede que haya pasado un año, o tal vez más. El tiempo pasa muy despacio en la oscuridad de la noche.
Noche, la cama vacía, la ventana abierta y, una sombra recortada bajo la luz de la luna que sonríe medio escondida a todo el que quiera observarla.
Nadie pasa por la calle, todos duermen.
Nada indica que esta noche pueda ser diferente a cualquier otra desde hace meses, hasta parece que el aire no ha cambiado.
El reloj de la pared marca lentamente los segundos. Ya es casi medianoche. pero tú no tienes sueño, no puedes dormir, nunca duermes.
De pronto tus ojos se fijan en un elemento que nunca había estado allí, algo nuevo.
Una figura camina por la calle en dirección a la casa, pasa bajo la ventana, pero sigue caminando.
Qué raro, piensas, las visitas solo son diurnas y, además suelen ser grupos numerosos que nunca has visto volver a salir d la vivienda. Seguramente está ahí por casualidad, pero nada es casual en este lugar. ¿Qué motivo tiene el visitante para pasear por la solitaria calle a estas horas de la madrugada?
No sabes la respuesta, por eso te dedicas observar. Si hay un motivo pronto lo sabrás.
Silencio, el extraño (o extraña, no puedes saberlo aún) se detiene un poco más allá, casi fuera de tu campo de visión.
Tu mirada se desvía, sea el motivo que sea por el que se ha parado allí a ti no te interesa o, eso es lo que quieres creer.
La calle vuelve a quedar vacía como si nadie la hubiese atravesado, porque nadie lo ha hecho.
Unos golpes en la puerta te devuelven a la realidad, llaman a tu cuarto.
—Pasa— le indicas mientras te separas de la ventana— está abierto— luego murmuras para ti—. Siempre lo está.
La puerta se abre y la luz del pasillo ilumina el dormitorio.
El extraño visitante se encuentra ahora frente a ti, junto al dueño de la casa. ¿Qué querrá? Hace meses que no ves a nadie, o mejor dicho, nadie externo a la vivienda ha venido a visitarte en meses.
El visitante te observa desde la puerta, parece saber en qué estás pensando.
Sé en qué estás pensando.
Te preguntas quien soy y qué hago aquí, a pesar de que deberías saber ambas respuestas.
***
El sol asoma por el horizonte, es un sol frío que casi no ilumina, un sol de invierno.
La
maleta en la puerta, el abrigo en la mano y, una sonrisa de alegría por
marcharte de aquí. Ya está todo, no te olvidas de nada.
El juez invisible al que todos obedecen ha pactado un trato con tu “carcelero”.
Para ti, esa mansión fantasmagórica y misteriosa, ha sido como una cárcel durante todos los meses que has estado allí.
Yo, mensajero y guía, he venido a darte la buena noticia y, a llevarte de nuevo a casa.
La puerta se abre. Arrastras la maleta hasta la entrada aún desierta.
Un frío helador se cuela en el recibidor.
Quien fue tu anfitrión durante los últimos meses no ha venido a despedirse, aquí solo estamos tú y yo.
Yo no llevo más equipaje que el abrigo, pues extrañamente en los alrededores de la casa hace mucho frío, incluso en verano.
Son
solo las siete de la mañana, el reloj de la pared comienza a sonar.
Falta una hora para que los visitantes, si viene alguno, comiencen a
llegar, es el momento de irse.
Salimos a la fría y solitaria acera de baldosas blancas.
La puerta se cierra a nuestras espaldas.
Comenzamos
a caminar calle arriba junto a la pared sin ventanas, a excepción de la
ventana del que fue tu dormitorio durante los meses que has estado
aquí.
El viaje comienza en silencio, pues no parece que tengas preguntas. Sabes quien soy y, sabes que soy tu amigo.
Yo
tampoco tengo nada que preguntar. Te conozco desde que naciste. Lo se
todo sobre ti, pero estos últimos meses no me interesan. Lo que haya
pasado solo te concierne a ti.
La calle se
vuelve camino, las paredes de la casa, en un frondoso bosque y, la acera
de enfrente, en un río de oscuras aguas. Parece un espejismo, pues las
primeras ramas que vemos se confunden con los ladrillos como si fueran
parte de ellos. Sino fuese porque has estado dentro, dirías que lo falso
es la casa, pero tocas las ramas y, los ladrillos, ambos son reales.
Los ladrillos, ladrillos y las ramas, ramas.
Cuando
la acera de enfrente se convierte en río te separas de mi lado para
comprobar que no te engañan tus ojos. El agua está quieta, inmóvil en su
cauce, casi parece que está allí pintada. Te inclinas en la orilla,
tocas la acera, es acera, luego alargas tu brazo para tocar el agua. Yo
te detengo, me miras asombrada, no me has oído acercarme, pero ahí
estoy, a tu lado.
—No –te digo—, no hace falta que la toques, es agua.
Tú
asientes no muy convencida, preguntándote por qué no puedes tocarla,
pero te guardas la pregunta. Conociendo al dueño de la casa y
alrededores, sabes que no te gustará la respuesta.
Seguimos el camino de tierra que antes era una carretera.
Poco a poco la casa se aleja hasta perderla de vista por completo.
Todo
está en silencio. No se escucha nada, ni el ruido de las ramas, mecidas
por el viento, ni el ruido del agua al moverse por el río, ni el sonido
de ningún animal, y lo más abrumador, ni siquiera el sonido de nuestras
pisadas. Todo está tan quieto, y es tan igual, que parece inmóvil,
estático, sin vida, como una fotografía con perspectiva que engaña al
observador, haciéndole creer, que esos dos seres que aparecen en ella,
se mueven por el camino, cuando en realidad están tan quietos sobre el
papel, como los otros objetos que aparecen en la imagen.
Tan
solo hay una hora, andando despacio por el sendero, hasta la puerta de
la extraña finca, pero esta queda al otro lado de un lago de profundas y
oscuras aguas, que es imposible de bordear y, solo se puede cruzar en
barca.
El barquero aparece a lo lejos,
arrastrando una densa niebla conforme se acerca a nosotros. Solo nos
queda esperar con paciencia a que llegue a nuestra orilla. Inmóviles,
como las estatuas, con la mirada fija en el infinito y, casi conteniendo
la respiración, vigilamos su avance, sin prisa, pero sin pausa, en
nuestra dirección.
El barquero para en la
orilla, es un hombre muy pálido y delgado, casi parece un esqueleto. Una
negra capa de viaje cubre su cuerpo y su rostro. El hombre nos mira con
cara de pocos amigos. Yo meto la mano en mi bolsillo y saco una moneda
de oro. Él la acepta y, sin pronunciar palabra, nos indica que subamos.
Te ayudo a subir, aunque en realidad no necesitas esa ayuda.
La
barca de remos se aleja de la orilla internándose en la niebla. No se
ve nada, solo la embarcación, su barquero, tú, yo, y el agua negra que
es movida por los remos.
La pegajosa humedad empapa la tela de nuestros abrigos, mientras que la capa del barquero parece estar seca.
Hace
ya bastante que dejamos la orilla atrás. Desde el borde el lago parecía
más pequeño, pero en este extraño lugar las distancias son engañosas.
***
La
niebla comienza a apartarse y, las aguas se van aclarando. La otra
orilla se divisa a lo lejos, aún a una razonable distancia. Cuando la
niebla se aparta finalmente, la orilla está justo delante de nosotros.
Te ayudo a bajar y, como por arte de magia, la barca desaparece a nuestras espaldas.
La
gran puerta de verjas negras está al final del sendero, aparentemente
situada inútilmente en medio de nada, como una valla que alguien se ha
olvidado allí.
La pradera, de un verde imposible, se extiende indefinidamente a ambos lados del camino.
En la lejanía también se distingue una sombra negra que custodia (cosa que parece absurda) la puerta desde el otro lado.
Sin
decir nada (como hasta ahora), caminas a mi lado. Tu cara no tiene
ninguna expresión, al igual que la de un muerto, parece la cara de una
estatua, tan poco humana como las de los templos.
En
un puñado de pasos alcanzamos la puerta. El enorme perro que la guarda
nos mira (en realidad, son tres enormes perros negros que nos observan
con precaución). La puerta (Vista ahora de cerca) une un gran muro que
se pierde en el infinito tanto en altura como en longitud.
Nos
acercamos un poco más, con cuidado, pero los perros se incorporan y nos
amenazan con sus ladridos. Es imposible atravesar la puerta sin pasar
junto a ellos, menos mal que estoy preparado para esto. Saco, del
bolsillo de mi capa de viaje, una flauta y comienzo a tocar una dulce
melodía. Pensarás que es mejor darles salchichas, pero, realmente, en
ese caso no lo es. Los animales se duermen como seres inofensivos y,
finalmente podemos pasar a su lado sin peligro.
La melodía suena aun en el aire cuando introduzco la llave en la cerradura. La puerta chirría pero los perros no se despiertan.
La puerta se cierra a tus espaldas y, la melodía se termina de golpe.
***
El paisaje ha cambiado por completo.
Tú tanteas la dura pared de roca en busca de la puerta, pero es inútil, solo es roca.
Nos encontramos en lo más profundo de una cueva.
Las paredes son de roca, las estalagmitas y estalactitas han crecido
sin control por toda la sala, formando algunas columnas que parecen
sujetar el techo. El arenoso suelo está mojado, debe de haber agua por
aquí cerca.
Comenzamos a andar.
Tú arrastras la maleta sobre la arena húmeda, mientras observas el
paisaje a tu alrededor, como si lo vieses por primera vez, como si no
hubiese existido tu camino de ida a es lejana casa, que ahora parece un
producto de tu imaginación.
Realmente es sorprendente este lugar, donde todo es diferente a cada momento.
La estancia no es muy grande y, en unos pocos minutos hemos alcanzado la salida.
Ahora
nos encontramos en una sala encharcada, a lo lejos se oye el sonido del
agua al fluir. En alguna parte, tal vez fuera de la cueva, un rio
fluye, libre y vivo, símbolo de lo que nos espera cuando por fin
abandonemos este extraño mundo cambiante, mudo y muerto.
Caminas
a mi lado, pero parece que fueses a echar a correr en cualquier
momento. Tienes prisa por salir a la luz del día y, alejarte de ese
extraño lugar, envuelto en alguna clase de hechizo.
El agua se escucha más cerca a cada paso. La luz se cuela por la abertura de la cueva, iluminando parte de la rocosa sala.
Te diriges hacia ella y, sin darte cuanta, cedes a tu impulso y, comienzas a correr hacia la salida.
Te sigo sin prisa. No te vas a marchar a ninguna parte. Cuando llegue a la entrada, tú estarás allí.
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