-Por fin -fue todo lo que dijiste al verme.
No tuve ni que
explicarte qué hacía allí, tú cogiste la maleta que nunca habías
deshecho y te dirigiste a la puerta saliendo por delante de mí.
Fuera era de día, pero la densa niebla no dejaba ver más allá de nuestros pies. ¿Lo recuerdas?
Tú arrastrabas la maleta
anunciando nuestra presencia con el irritante ruido de las ruedecitas
desgastadas contra el pavimento. Yo por mi parte no llevaba más que una
mochila a punto de explotar y un bolso para tener más a mano lo más
útil, pero en realidad era imposible encontrar nada en su desordenado
interior.
La estación del tren se
encontraba vacía. Extraño a esas horas del mediodía en las que la gente
regresaba a sus casas para comer. Solo un viejo tren de vapor se
encontraba estacionado en el solitario andén a punto de partir, parecía
esperarnos justamente a nosotros.
El revisor muy
amablemente nos llevó hasta nuestros asientos, los únicos del vagón que
permanecían vacíos. Tú escogiste el que estaba junto a la empañada
ventana y, mientras yo guardaba tu maleta en el compartimento sobre
nuestras cabezas haciendo un gran esfuerzo para que cupiese sin que se
cayese en el poco hueco que quedaba libre, te dedicaste a limpiar el
cristal con tu mano izquierda para poder ver lo poco que la densa niebla
mostraba.
Al cabo de un rato de
haber abandonado la estación el revisor pasó junto a nosotros ofreciendo
periódicos de la semana anterior. Yo cogí uno, el viaje era largo y
venía bien estar entretenido. Tú me pediste el crucigrama y abandonaste
la imposible tarea de intentar ver el exterior por la de completar la
telaraña de palabras que el noticiero te obligaba a recordar por medio
de deniciones más acertadas, o menos.
-Estación de las afueras - anunció el revisor por megafonía.
El tren se detuvo un par
de minutos después y algunos de sus pasajeros abandonaron el vagón. Tú y
yo permanecimos en nuestros asientos ajenos al movimiento de los otros
viajeros.
Al poco tiempo de dejar
denitivamente atrás la ciudad, la niebla desapareció dando paso a campos
desiertos y carreteras repletas de traco que se mostraban ante nuestros
ojos como guras difuminadas bajo una na llovizna. La tenue luz del sol
ltrada a través de las oscura nubes era otro característico indicador de
la época del año en la que nos encontrábamos. Tú dejaste el crucigrama
sobre tus piernas y te dedicaste a observar como las gotas de agua caían
por la ventana compitiendo por llegar las primeras al frío suelo para
unirse luego todas en el barro que rodeaba las viejas vías.
Poco a poco el tren se
fue vaciando. En cada nueva estación se bajaba algún pequeño grupo de
pasajeros, pero era raro que subiese alguno nuevo. Tú te habías quedado
dormida. Yo revisaba, una y otra vez, el crucigrama que habías dejado a
medias hasta no estar seguro ni de mi propio nombre.
Por n llego nuestra parada, la última de la línea. No quedaba nadie más en el tren y tampoco se veía a nadie en la estación.
Ya había anochecido, las
nubes se habían marchado dejando paso a una luminosa noche estrellada.
Nos dirigimos a un hostal cercano, el local era bastante cutre: un
edicio viejo tanto por fuera como por dentro, habitaciones con no más
que lo básico y para cenar una simple sopa recalentada. Aún así siempre
es mejor algo que nada.
Por la mañana amaneció
un día mejor que el anterior, seguía haciendo frío, pero el sol brillaba
cansado en el cielo sin nubes. Tú y yo alquilamos un viejo coche de
caballos para continuar nuestro camino de regreso a casa. Era un carro
de metal algo oxidado con altas ruedas demasiado grandes para él, tirado
por dos cansados y desmejorados caballos de un gris sucio que, parecían
ir a juego con el tiempo tan melancólico que nos estaba acompañando
esos días.
La verdad era que el
paseo por aquellas praderas repletas de marrones, rojos, amarillos y
algún que otro verde resultaba agradable y relajante.
-No recordaba estos
paisajes después de tantos años viviendo tan lejos - Confesaste
observando y absorbiendo todo lo que nos rodeaba para seguramente no
olvidarlo nunca- La ciudad es tan distinta...
Yo me limité a sonreír
ante tan clara evidencia. ¾Quién puede comparar esos prados, su colorido
y su silencio, con la gran ciudad, gris y ruidosa que te agobia con sus
laberintos de ladrillo y piedra? Desde luego, el campo era mejor.
El camino comenzó a
ascender. Nos encontrábamos en la ladera de un alto monte y el paisaje
cada vez se iba volviendo más verde y frondoso. Ya a media mañana el
bosque nos había rodeado por completo. Las hayas y los álamos crecían
altos hasta el cielo haciendo aún más tenue la luz del lejano sol.
Pronto dejamos de poder avanzar con el coche y desenganchamos los
caballos para continuar nuestro camino cabalgando sobre sus lomos
mientras la vegetación lo permitiese.
Al anochecer acampamos a
la orilla de un riachuelo que debía nacer cerca de allí, dejamos los
caballos atados a los arboles y dormimos al aire libre. La noche era
fresca, pero se estaba bien.
Al día siguiente
atravesamos el bosque en dirección a la cumbre y durante dos días más
ascendimos por los empinados senderos rodeados de vegetación que
cambiaba poco a poco de hayas a pinos. Hasta que a mediados del tercer
día el número de árboles comenzó a descender y la hierba a escasear.
Decidimos liberar los caballos y continuar esa última parte a pie.
Poco a poco dejamos
atrás el bosque y comenzamos a escalar por un sendero entre las rocas.
Los restos de alguna reciente nevada se dejaban ver cada pocos metros.
-No recordaba lo alta que estaba el pueblo - comentaste cuando la nieve cubrió el camino.
-Ya falta poco, llegaremos al anochecer - fue mi respuesta.
En efecto. Cuando el sol
ya empezaba a ocultarse por el horizonte de aquel blanco mar de
montaña, un pueblo de blancas paredes de piedra y negros tejados de
pizarra apareció en la distancia.
-Ahí está, el hogar de nuestra infancia - señalé con tono alegre.
-Ya hemos llegado - respondiste y sin esperarme echaste a correr entre la nieve arrastrando la maleta tras de ti.
Te seguí hasta las casas
y recorrimos las nevadas calles hasta una en concreto. Te paraste ante
una puerta de madera de pino en la plaza del poblado. Tu mano se acercó a
la lisa supercie pero se quedó inmóvil unos instantes antes de que te
decidieses a llamar.
Tras una corta espera la
puerta se abrió y una mujer de edad indeterminada apareció al otro
lado. Sus ojos eran del color de las hojas en primavera, como los tuyos.
Su cabello del color del trigo y la piel blanca como la nieve.
-Madre -murmuras con un tono quizá demasiado neutro.
- Perséfone -Te llama ella.
Las dos permanecéis de pie mirándoos jamente sin atreveros a reaccionar. Entonces soltaste la maleta y caíste en sus brazos.
-Madre, te he echado tanto de menos -reconociste por finn.
Ella levantó la vista un instante y sonriendo me dio las gracias por haberte traído de regreso.
-Hermes, ¿te quedarás a cenar? - me preguntó.
-Gracias Deméter, será un placer.
Aquella noche nos sentamos los tres a la mesa y comenzaste a relatarnos tus aventuras en la ciudad.
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