-Siento
haber creído que eras una bruja -se disculpó el rey-, me dejé convencer por
pruebas circunstanciales.
-Acepto tus
disculpas Ebile. No podía defenderme, por lo que cualquiera podía haber llegado
a esa conclusión sin que pudiese desmentirlo.
-Me siento
en desventaja amada mía -confesó él tras un breve silencio-, tu conoces mi
nombre pero yo aún no se el tuyo.
-Me llamo
Elita, y los nueve jóvenes que fueron cisnes, son mis hermanos.
-¿Puedo
preguntarte una cosa Querida Elita? ¿Cómo se convirtieron en cisnes? ¿Por qué
camisones de ortiga? ¿Por qué no intentaste explicármelo antes de pasar por
todo esto? Ya has dicho que no podías hablar como parte del contra hechizo.
Pero hay otros métodos de comunicación no verbales y...
-Calma, eso
son muchas preguntas. La verdad, es una larga historia querido esposo. Será
mejor que comience por el inicio.
Había una
vez un hermoso reino al otro lado del mar, donde gobernaban nos reyes muy
queridos por su pueblo.
Los monarcas
tenían nueve hijos varones y una única hija, que coincidía con ser la menor de
los hermanos.
Siendo yo
aún pequeña, mi madre murió y, mi padre volvió a casarse por el bien de sus
hijos y del reino según sus palabras.
Nuestra
madrastra no tuvo reparo alguno en mostrar su odio hacia nosotros casi desde su
llegada al palacio. Supongo que estaba celosa de que nuestro padre nos dedicas
e más tiempo a nosotros que a ella.
-Mimas mucho
a tus hijos -le oí comentarle un día-, si les consientes tanto se harán débiles
y confiados. Mira por ejemplo a tu hija, ni siquiera sale al jardín por miedo a
ensuciarse sus hermosos vestidos.
-No creo que
ese sea el motivo -me defendió mi padre.
-Querido
esposo, realmente necesita aprender que no todo el mundo es como nosotros. A
veces la miro y pienso que nunca podrá llegar a ser una gran reina si la
enseñamos que puede conseguir todo lo que desee solo con pedirlo.
-¿Y que
sugieres hacer al respecto?
-En mi
opinión deberíamos enviarla a vivir un tiempo al campo. Allí aprenderá mejor
los valores dignos de una dama. Vera de cerca como viven aquellos que no tiene
nada y así sabrá como ayudarlos cuando algún día sea reina. Esta experiencia le
hará más sabia y fuerte. Toda futura reina debería hacerlo.
Mi padre se
dejó convencer por mi madrastra y así fui enviada a vivir con campesinos sin
más riquezas que el vestido que llevaba puesto.
Debía
regresar al palacio al cumplir los quince años, pues debía ser educada para que
el día que se me asignase marido ser una digna esposa.
Los años que
pasé en el campo fueron largos y duros. A menudo pasé hambre y frio. Tenía que
ayudar a mi familia de acogida en sus labores diarias para lo que me levantaba
ya costaba con el sol.
Por fin
llegó la fecha en la que se me permitía regresar al hogar de mi infancia. Pero
resultó no ser como lo recordaba.
La primera
persona que me recibió fue mi madrastra.
-¡Válgame
dios! -exclamó-, que sucia vas niña, cubierta de polvo y harapos, tu padre no
puede verte así.
Me ofreció
un baño y acepté gustosa. ¡Inconsciente de mí que no había sido advertida de su
maldad!
Tras el baño
fui llevada a presencia de mi padre.
Al entrar en
el salón de recepciones esperaba ver a mis hermanos junto al monarca. Pero solo
estaban mi padre y mi madrastra.
Él me
observó con gesto serio, mientras su esposa sonreía sin disimulo
-¿Esta
muchacha no es mi hija! - sentenció finalmente-, ¡echadla del palacio, es
claramente una impostora!
No pude dar
crédito a lo que oía. ¿Cómo podía ser que no me reconociese?
Intenté
explicarle que era realmente su hija, que simplemente había crecido. Pero no s
eme permitió.
Fui
conducida fuera del palacio con la amenaza de acabar en prisión si regresaba,
por lo que aquel mismo día comencé mi viaje en busca de un nuevo lugar donde
vivir.
Caminé
durante horas por el bosque que rodeaba la cara este del castillo. Miles de
preguntas acudieron a mi mente en medio de la soledad. ¿Por qué mi padre no me
había reconocido? ¿Dónde estaban mis hermanos? ¿Por qué no habían acudido a
recibirme?
Sumida en
mis pensamientos, no vi a la anciana que venía por el camino en dirección
opuesta a la mía.
-¡Oh!, lo
siento mucho -me disculpé tras chocar con ella- deje que le ayude.
Recogí las
vayas y frutas que se habían esparcido por el suelo y volví a meterlas en su
cesta.
-Gracias
muchacha, a esta edad una está algo mayor para recoger la fruta del suelo
-respondió ella con voz melancólica.
-Es lo menos
que podía hacer, su cesta se derramó por mi culpa.
-Eres muy
amable jovencita. ¿Puedo preguntarte que haces sola en el bosque?
-Voy en
busca de mis nueve hermanos - respondí, las palabras parecían salir de mi boca
por si solas, ni siquiera estaba pensando lo que decía- ¿no les habrá visto,
verdad?
-No,
-reconoció ella como disculpándose por no poder ayudarme- lo siento. Pero sí vi
nueve cisnes blancos que se dirigían hacia el mar del otro lado del bosque
-añadió con tono pensativo-. Creo que llevaban tiaras de oro. No se si te ayuda
en algo. Si sigues recto por este camino
llegará s ala playa antes de que anochezca.
-Muchas
gracias señora.
-Ah, se me
olvidaba, -añadió antes de que pudiese ponerme en marcha- cuando llegues al río
lávate esa cara y esas manos, las tienes cubiertas de crema de negro barro.
Volví a
darle las gracias y ambas continuamos nuestros respectivos caminos, pero al
volver la cabeza tras dar unos pocos pasos la anciana había desaparecido.
Continué por
el bosque en la dirección que ella me había indicado. Las preguntas volvieron a
invadir mi mente.
¿Realmente
mi madrastra me había cubierto de barro la cara? Eso podría explicar por qué mi
padre no me había reconocido. Pero no lograba comprender sus motivos.
Al llegar al
río me lavé la cara y las manos hasta que no quedó ni rastro del barro. Luego
seguí su cauce hasta llegar al mar.
Allí
terminaba mi viaje. No tenía forma de atravesar el ancho océano, ni tampoco
podía regresar por donde había venido.
Cansada y
sin tener a donde ir, me senté en la playa esperando encontrar pronto una
solución al problema.
Con los
últimos rayos del sol, nueve cisnes blancos con tiaras de oro aparecieron por
el horizonte. Venían desde el mar y claramente se dirigían justo a donde yo
estaba. ¿Serían los mismos cisnes de los que me había hablado la anciana?
El sol se
ocultó en el mismo instante en el que los cisnes tocaron tierra. Pero en la
playa no había cisnes, sino nueve jóvenes con tiaras de oro que me observaban
desde la orilla.
Tardé solo
un instante en reconocerles. Habían crecido, al igual que yo, pero seguían
siendo mis hermanos.
Ellos
también me reconocieron y quisieron saber mi historia. Les conté mi vida en el
campo y como nuestro padre me había echado del palacio por las malas artes de
nuestra madrastra. Luego ellos me contaron cómo habían llegado a ser cisnes.
-También fue
nuestra madrastra -me contaron-, poco después de que te fueras. Vino a vernos
un día y nos quiso regalar una camisa de seda blanca a cada uno. Una muestra de
su cariño, nos dijo. Pero resultaron estar encantadas, por lo que al
ponérnoslas nos convertimos en cisnes.
Según me
dijeron solo eran cisnes por el día, mientras que de noche, recuperaban su
apariencia humana.
Después de
aquello no podían permanecer en el palacio y, se vieron obligados a huir del
reino. Cruzaron el mar y se instalaron en este que nos encontramos ahora,
regresando al nuestro solo nueve días al año con la esperanza de encontrarme y
poder llevarme a su nuevo hogar lejos de la bruja que es nuestra madrastra.
-Vosotros
podéis volar, pero yo no tengo forma de cruzar el mar - les recordé.
-Construiremos
una red y te llevaremos en ella volando sobre sus aguas. -sugirió el mayor de
ellos.
Dicho y
hecho.
Pasamos toda
la noche construyendo la red y, ya era casi de día cuando, una vez terminada,
me quedé dormida sobre ella.
Cuando
desperté el sol estaba ya muy alto en el cielo. Mis hermanos me llevaban
volando por encima de las nubes sujetando la red con sus patas. A esa altura el mar parecía un cuadro pintado
en el suelo.
El viaje fue
tranquilo y sin sobresaltos hasta que el sol empezó a ocultarse en el
horizonte. Fue entonces cuando comencé a inquietarme, faltaba poco para el
anochecer y no había ni rastro de la otra orilla. Mis hermanos me habían dicho
que se tardaba un día entero en cruzar el mar, saliendo con el primer rayo de
sol y apenas llegando cuando comenzaba a ocultarse.
Me puse
nerviosa, pues seguramente el retraso se debía al peso extra que tenían que
llevar y, por tanto, había posibilidades de que no alcanzásemos la costa a
tiempo.
Por suerte,
cuando el sol ya casi había desaparecido por el horizonte, la playa apareció
ante nosotros como un espejismo lejano. Y, justo cuando el último rayo se
perdía en el mar, aterrizamos en la orilla.
Esa misma
noche una mujer se me apareció en sueños.
Me recordaba
a la anciana del bosque, solo que era mucho más joven y hermosa.
-Hola Elita
-me dijo-, veo que has encontrado a tus hermanos.
-Si...,
-dudé-, pero son cisnes encantados- respondí finalmente.
-Cierto
-reconoció ella-, pero no siempre lo fueron. -la miré con curiosidad- Lo que
era antes puede volver a ser.
-¿Quieres
decir que el hechizo se puede romper? -pregunté esperanzada.
-Hay una
manera, pero es muy arriesgada, no se si serías capaz -confesó.
-Dime que he
de hacer y prometo llevarlo a cabo sea lo que sea -insistí sin miedo.
-si el
hechizo deseas romper -comenzó a recitar como si de una cancioncilla se
tratase-, nueve camisones de ortiga has de coser, ve al cementerio para
poderlas recoger. Pero escucha bien mi advertencia, pues palabra no has de
pronunciar, ni reír, ni llorar, ni siquiera gritar podrás, desde que comiences,
hasta que llegues al final, o el encantamiento jamás romperás.
Yo guardé
silencio. No era algo que debiese tomarme ala ligera. Pero finalmente decidí
que así haría.
La joven
desapareció sin añadir nada más y, en ese momento desperté.
Mis hermanos
ya se habían marchado, pues hacia rato que había amanecido.
Habíamos
pasado la noche en una cueva situada a la entrada del bosque que crecía junto a
la playa. Alrededor de nuestro refugio crecían las ortigas que necesitaría para
coser los camisones, así que decidí comenzar a recogerlas esa misma mañana,
para poder confeccionar el lino que necesitaba para realizar mi tarea.
El tiempo
fue pasando sin novedades, hasta que, cuando terminé el cuarto camisón,
apareciste tú.
Era un día
soleado, ibas de caza con tu sequito y algunos amigos.
Uno de tus
perros se detuvo a la entrada de la cueva ladrando enérgicamente.
Yo asustada
fui a esconderme al fondo de la caverna, pero él siguió insistiendo.
-Lum, ¿Qué
has encontrado? -Te oí preguntar desde la entrada.
Entonces te
asomaste para ver que había hecho detenerse al animal. Entonces fue cuando me
viste, gracias a la luz que se colaba desde la entrada.
-Oh, vaya
Lum, -dijiste mientras le acariciabas-, pero si es una muchacha.
Yo te
observaba mientras intentaba mantener la distancia que nos separaba.
-Tranquila. No
pretendo hacerte daño -me aseguraste acercándote despacio.
Me habría
gustado decirte que te fueses, que yo estaba bien ahí, que no vivía sola y que
en realidad no es que te tuviese miedo, sino que no quería arriesgarme a que
decidieses llevarme lejos de allí. Pero no podía o, más bien, no debía hacerlo.
-¿Cómo te
llamas? ¿Qué haces aquí sola? -preguntaste, pero yo no respondí. Simplemente me
limité a mirarte un instante y luego volví a centrarme en mi tarea.
-¿Eres muda?
-insististe. Yo me limité a ignorarte.
Entonces
llamaste a tu sirviente para que recogiera los camisones y las ortigas que yo
intentaba proteger, seguramente intuyendo que, por algún motivo, eran
importantes para mí. Habías decidido llevarme contigo a tu palacio y yo no
tenía forma de negarme.
Una vez en
el castillo se me asignó una habitación donde podría continuar mi tarea, pero
poco a poco el tiempo el tiempo que le dedicaba fue disminuyendo conforme
aumentaba el que tú me reclamabas.
Pasado un
tiempo me declaraste tu amor y me pediste matrimonio.
Acepté con
un asentimiento de cabeza. En realidad yo también te amo, pero en ese momento
no podía expresar emociones.
La boda se
celebró poco después y tras la ceremonia tuve que trasladarme a tu habitación,
lo que inicialmente me apreció un obstáculo par mi cometido. Sin embargo, debía
terminar los camisones o nunca podría volver a hablar.
Comencé a
ausentarme de tu lado todas las noches después de que te hubieses quedado
dormido y, así poder seguir cosiendo tranquilamente.
Pese a que
desde mi llegada al palacio no había tenido mucho tiempo para coser, ya había
terminado dos camisones más. Pero no me quedaban ortigas para comenzar el
séptimo.
Tras mucho
pensarlo, decidí escaparme en mitad de la noche e ir al cementerio en su busca.
El hada había dicho que esas eran las ortigas que debía usar y, además debía
recogerlas yo misma-
Esa misma
noche me deslicé fuera de nuestra cama y me encaminé hacia mi objetivo sin
percatarme de que alguien me seguía. Entré en el cementerio y comencé a
recorrer las tumbas intentando que el lugar no me afectase, recogería las
ortigas y regresaría al palacio.
Repetí el
proceso varias veces a lo largo de un año sin que nada sucediese.
Pero una
noche sentí la presencia de aquel que me espiaba, estaba segura de no estar
sola en el cementerio y me inquietó pensar en la posibilidad de que me hubiesen
seguido hasta allí y desde cuando lo hacían.
Sucedió lo
mismo la siguiente y última noche que fui al cementerio. Esta vez al regresar
al castillo fui detenida y llevada a los calabozos, donde me esperaban los 9
camisones casi terminados.
Al parecer
tu consejero nunca había confiado del todo en mí, menos aún cuando me vio salir
del castillo varias de aquellas noches. Tras mucho insistir e insistir, además
de conseguir supuestas pruebas de a donde iba y lo que suponía que hacia allí,
consiguió convencerte que le dejases mostrártelo él mismo.
Fui acusada
de brujería y condenada a muerte. No podía defenderme.
Al día
siguiente fue mi juicio, injusto e innecesario, pues no iba a cambiar la
condena.
La ejecución
sería al amanecer y, la forma, la hoguera.
Durante todo
ese tiempo no pare de coser, no me faltaba mucho para terminar el noveno
camisón, pero debía hacerlo antes de morir, o todo mi esfuerzo no habría
servido para nada.
Durante el
camino a la plaza donde me esperaba el verdugo, el pueblo se agolpaba a ambos
lados del carro gritando "bruja", "muerte a la bruja", a la
vez que me lanzaban verduras, sal, pimienta y ajo.
Todo el trayecto me concentré en mi propósito
ignorando a aquellas gentes tan volubles que, hacia tan solo unos días, se
enorgullecían de que fuese su reina.
Al llegar a
la plaza fui atada al poster que se erguía en el centro den escenario de leña
lista para ser quemada.
El verdugo
leyó los cargos contra mí y, a continuación los camisones fueron colocados a
mis pies.
El hombre
encendió una antorcha y la arrojó a la plataforma de seca madera que ardió con
facilidad.
El fuego se
extendió veloz envolviéndome por completo.
El humo era espeso y me impedía respirar con normalidad.
Pese a la
tos y a que no podía ver seguí cosiendo. Si debía morir, no seria rindiéndome a
mi destino.
De repente
nueve cisnes blancos cruzaron el cielo en dirección a las llamas y sin vacilar
se introdujeron a través de ellas. Los animales recogieron uno por uno los
nueve camisones de ortiga y se los pusieron al tiempo que abandonaran la
hoguera.
-Recuerdo
bien ese momento -la interrumpió Ebile-. Yo observaba la escena con tristeza.
Por muy obvio que mi consejero dijese que era, aún deseaba que fuera un
error. Pero las pruebas estaban en tu
contra, amada mía, y debía cumplirse la ley.
La aparición
de los cisnes fue un rayo de esperanza para mí, una clara señal de que mi
consejero se había equivocado y, eso fue lo que pasó.
Nueve cisnes
entraron en la hoguera, pero de ella salieron nueve jóvenes, tan humanos como
cualquiera de los allí presentes. La única señal que quedaba de lo que habían
sido tan solo unos segundos antes era un ala de blancas plumas de ave que uno
de ellos llevaba en lugar de brazo izquierdo.
En ese
preciso instante, el fuego se consumió de golpe y, un gran rosal cubrió la
plataforma a medio arder. Tú seguías atada al poster de metal que, aún
caliente, abrasaba u espalda, brazos y piernas. Te habías desmayado.
Antes de que
nadie pudiese reaccionar, uno de los nueve hombres se acercó hasta donde estabas
y desató las ataduras mientras los
demás protegían la plataforma.
Me acerqué a
ellos con cautela. El odio se reflejaba en sus miradas, pero no era a mí a
quien iban dirigidas.
-Nosotros ya
sabíamos que Ebile había actuado a consecuencia de las malas artes de su
consejero -intervino uno de los nueve hermanos-. Te hemos estado vigilando
-reconoció- y, velando por ti todo este tiempo hermanita. No hay que olvidar
que la gente no presta atención a un ave muda y, tampoco que por las noches
volvíamos a se humanos.
-Oh, amada
mía, te ruego que me perdones por el sufrimiento que pudiese haberte causado.
-Ebile, amor mío, -respondió ella tomando las
manos de él entre las suyas- no podías saber, nadie podía. Pero acepto tus
disculpas y perdono a tu triste corazón. A partir de hoy nada podrá separarnos.
Y así fue.
A partir de
aquel día, Ebile y Elita fueron felices y vivieron una larga vida de amor,
confianza y alegría, junto a los hijos que tuvieron.
Los hermanos
de Elita regresaron a su reino para llevar a su padre las buenas noticias.
Al llegar
descubrieron que la bruja se había marchado hacia algún tiempo.
El rey, ya mayor, se alegró de recuperar a sus
hijos y, además, de la buena fortuna de su querida hija.
A la muerte
del rey, años más tarde, los príncipes gobernaron su reino con bastante acierto
y sabiduría.
Respecto al
ala del menor de ellos, una noche el hada se le apareció en sus sueños y le
devolvió su brazo, pudiendo olvidar por fin que un día fue un cisne blanco
embrujado por una malvada hechicera.