Sentada frente a mí en aquel bar de carretera, Ángela se mordía
las uñas, combinándolo con miradas furtivas a la puerta. Yo tomé un sorbo de mi
café intentando parecer tranquilo.
La primera vez Ángela había escogido a un viejo verde que le
sacaba veinte años, con un sueldo de unos cien mil euros al año. El hombre
sufría del corazón y del estómago y se encaprichó con esa coqueta joven de
veinte años. Su herencia está escondida por varios paraísos fiscales, aunque
hubo que compartirla con un par de hijos impertinentes.
El segundo marido vino cuando ya había cumplido los treinta.
Esta vez eligió mejor: un hombre solo diez años mayor, sin hijos y más
entregado al trabajo que a haber encontrado una familia.
Hace ya diez años de eso, en mi opinión, ha esperado demasiado.
Pero cometió el error de quedarse embrazada.
Ella lo ha ido
retrasando por ese motivo, y yo, paciente, no la he metido prisa.
Me dolía verla así, siempre alerta. Hasta yo había empezado a
desarrollar esa sensación de peligro continuo. Intentaba disimularlo ante
Ángela, pero no podía quitarme de encima esa sensación de unos ojos siempre
clavados en mí.
Hizo una pausa que aprovechó para recorrer el bar con la mirada
y, acercándose a mí por encima de la mesa, declaró casi susurrando:
No pude evitar soltar una carcajada. Desde luego no entendía por
qué seguía con ese hombre tan bobo.
Entonces sonó su teléfono y ella se apresuró a contestar.
Salí antes del trabajo con la excusa de que mi hija estaba enferma.
Tenía aún media hora antes de que cerrasen las tiendas para comer. No había
cruzado la calle y la sensación de unos pasos tras los míos se apoderó de mi
cuerpo. No pude evitar caminar más rápido.
Tranquila, Ángela, tranquila, no paraba de repetirme, no merece
la pena obsesionase con eso.
Pero sabía que él me vigilaba. Sabía que controlaba mis pasos.
No podía evitar volver la cabeza a cada esquina, ni agarrar el asa del bolso
hasta dejar blancos los dedos. Martín me había asegurado que mi marido no
confiaba ya en mí. Por eso debíamos
actuar deprisa. Tal vez ya lo sospechaba. Seguramente se hubiese dado cuenta.
¿Por qué contrataría un detective sino? En ese negocio todo se sabe y Martín
trabajaba para la empresa de mi marido. Seguro que era por mí. Si fuese para la
empresa hubiese despedido Martín, ¿no? ¿Y si lo sabía? ¿Y si sabía lo que
tramábamos?
Sujeté aún más fuerte el bolso y casi eché a correr hasta llegar
a un supermercado situado a unas cinco manzanas de mi trabajo. Me detuve en la
puerta. Eché un rápido vistazo a mi alrededor y, tras asegurarme de que no
había nadie sospechoso cerca, entré.
Fui directamente en busca del matarratas. Sentía la mirada de
los clientes sobre mí. También la cajera me miraba desconfiada.
Le di las gracias con una media sonrisa y salí de allí tan rápido
como me podía permitir para no llamar la atención.
Tras diez años de feliz matrimonio, o esa era mi percepción
del asunto, he descubierto una triste verdad: mi mujer tenía un amante.
No sé cuánto llevaban juntos, pero desde hacía un tiempo
ella pasaba más horas que de costumbre en el gimnasio, o se iba de viajes de
negocios de fin de semana.
Decidí contratar a un detective en el momento en el que
me crucé con una de las amigas con las que se suponía había quedado para ir al
cine. Me aseguró que no había hablado con ella desde hacía días. Comencé a
revisar sus facturas, pero no había nada sospechoso más allá de la compra de
ropa nueva que nunca había visto en el armario y, un perfume diferente al que
acostumbraba a usar. Comencé a comprobar sus cuartadas (casi siempre falsas) y
a desconfiar de su palabra.
El detective, un tal Martín Martínez, estuvo siguiéndola
durante al menos un año. Pero nunca descubrió nada sospechoso. Me traía fotos
de ella entrando en el cine con alguna amiga, yendo a la compra o en el
gimnasio de costumbre después del trabajo. Un dinero perdido, menudo charlatán,
un sacacuartos cualquiera.
Hoy he tenido una reunión con él. Habíamos quedado a las
cinco en su oficina.
Cuando llegué la secretaria me indicó que esperase, que
Martín estaba reunido.
La voz de una mujer llegó hasta mis oídos. No había duda,
era mi esposa.
¿La copa de la derecha? ¿Todo preparado? Sus palabras me
parecieron de lo más extraño mientras esperaba en la recepción de su despacho a
que me atendiese. No parecían haberse dado cuenta de que la puerta no estaba
cerrada del todo.
La mujer del despacho salió y se dirigió a la salida,
pero al verme se detuvo.
Cuando entré en el despacho del detective, este me esperaba con
una botella de vino en la mano y dos copas sobre la mesa del despacho.
Él asintió y dejó las copas donde estaban. Luego procedió a
contarme que mi esposa había ido a verle tras descubrir que yo había contratado
sus servicios por una factura que había encontrado, o algo así. No creí ni una
sola de sus palabras, pero le escuché en silencio haciendo comentarios con
oportunos monosílabos en los momentos adecuados de sus relatos.
Después de casi media hora de monólogo, la secretaria vino a
interrumpirnos con el pretexto de que otro cliente reclamaba su atención con
urgencia. Martín se apresuró a salir de su despacho con educadas disculpas.
Aproveché la oportunidad y cambié las copas de orden.
A su regreso le comuniqué que había decidido prescindir de sus
servicios, ya que su informe era favorable ante la fidelidad de mi esposa y,
después de sus palabras, veía peligrar mi relación por culpa de la desconfianza
que este asunto habría generado en mi esposa. Le ofrecí brindar por su
excelente trabajo. Él tomó la copa que le quedaba más cerca y, el muy ingenio,
tras el brindis, se bebió todo su contenido de una vez.
Ahora estoy camino de la comisaría para denunciar un intento de
asesinato. Si me adelanto a ella, es más probable que el juez se crea que ha
sido un mero accidente.