Sentada
frente al tocador, la novia se maquillaba. Con una base rosada daba color a sus
pálidas mejillas, un toque de rojo en los labios y negro en sus pestañas, bajo
la sombra de ojos que el color de la carne imitaba.
Sus largas
uñas habían sido limadas, arregladas y pintadas de rojo sangre, lucían irrealmente
perfectas.
Una
peluquera peinaba los largos cabellos de la dama, ordenándolos con cuidado en
una trenza castaña.
Vestía la
futura esposa un vestido de blanca seda, escote de corazón, largo y voluminoso hasta
cubrirle las piernas. Una chaqueta de
punto cubría sus hombros y brazos, mientras que sus pues descansaban sobre
zapatos de tacón blancos.
Un fantasma
parecía la hermosa novia sobre su silla, por mucho que se empeñasen en ocultar
su piel blanquecina.
Mientras
tanto en otro cuarto, también sometido a gran cuidado, el novio se preparaba abrochándose
la corbata. Un par de ayudantes tenía que le abrocharon la camisa, peinaron sus
negros cabellos y dieron color a sus mejillas.
Por fin los
novios estuvieron listos y al altar trasladados, ante la expectación de los
familiares allí reunidos desde hacía ya un buen rato.
El oficio
dio comienzo, con el auditorio en silencio, más que boda parecía un entierro. Solo
el oficiante halaba, con su discurso estudiado, cediéndole la palabra a algún
pariente de vez en cuando, que leía algún texto que con la ocasión pegaba.
Por fin llegó
el momento de unir a la pareja, que con consentimiento de sus familias contaba y,
tras conceder permiso el oficiante, un intercambio de anillos, como acto
simbólico que de la tradición es parte, por fin con la ceremonia terminaba.
Y si el lector se pregunta: ¿por qué el clásico
sí quiero se quitó del programa?, les responderé la duda, pues la respuesta es
muy clara: por todos es sabido que los muertos no hablan.