sábado, 20 de agosto de 2016

El viaje

-Por fin -fue todo lo que dijiste al verme.
No tuve ni que explicarte qué hacía allí, tú cogiste la maleta que nunca habías deshecho y te dirigiste a la puerta saliendo por delante de mí.
Fuera era de día, pero la densa niebla no dejaba ver más allá de nuestros pies. ¿Lo recuerdas?
Tú arrastrabas la maleta anunciando nuestra presencia con el irritante ruido de las ruedecitas desgastadas contra el pavimento. Yo por mi parte no llevaba más que una mochila a punto de explotar y un bolso para tener más a mano lo más útil, pero en realidad era imposible encontrar nada en su desordenado interior.
La estación del tren se encontraba vacía. Extraño a esas horas del mediodía en las que la gente regresaba a sus casas para comer. Solo un viejo tren de vapor se encontraba estacionado en el solitario andén a punto de partir, parecía esperarnos justamente a nosotros.
El revisor muy amablemente nos llevó hasta nuestros asientos, los únicos del vagón que permanecían vacíos. Tú escogiste el que estaba junto a la empañada ventana y, mientras yo guardaba tu maleta en el compartimento sobre nuestras cabezas haciendo un gran esfuerzo para que cupiese sin que se cayese en el poco hueco que quedaba libre, te dedicaste a limpiar el cristal con tu mano izquierda para poder ver lo poco que la densa niebla mostraba.
Al cabo de un rato de haber abandonado la estación el revisor pasó junto a nosotros ofreciendo periódicos de la semana anterior. Yo cogí uno, el viaje era largo y venía bien estar entretenido. Tú me pediste el crucigrama y abandonaste la imposible tarea de intentar ver el exterior por la de completar la telaraña de palabras que el noticiero te obligaba a recordar por medio de deniciones más acertadas, o menos.
-Estación de las afueras - anunció el revisor por megafonía.
El tren se detuvo un par de minutos después y algunos de sus pasajeros abandonaron el vagón. Tú y yo permanecimos en nuestros asientos ajenos al movimiento de los otros viajeros.
Al poco tiempo de dejar denitivamente atrás la ciudad, la niebla desapareció dando paso a campos desiertos y carreteras repletas de traco que se mostraban ante nuestros ojos como guras difuminadas bajo una na llovizna. La tenue luz del sol ltrada a través de las oscura nubes era otro característico indicador de la época del año en la que nos encontrábamos. Tú dejaste el crucigrama sobre tus piernas y te dedicaste a observar como las gotas de agua caían por la ventana compitiendo por llegar las primeras al frío suelo para unirse luego todas en el barro que rodeaba las viejas vías.
Poco a poco el tren se fue vaciando. En cada nueva estación se bajaba algún pequeño grupo de pasajeros, pero era raro que subiese alguno nuevo. Tú te habías quedado dormida. Yo revisaba, una y otra vez, el crucigrama que habías dejado a medias hasta no estar seguro ni de mi propio nombre.
Por n llego nuestra parada, la última de la línea. No quedaba nadie más en el tren y tampoco se veía a nadie en la estación.
Ya había anochecido, las nubes se habían marchado dejando paso a una luminosa noche estrellada. Nos dirigimos a un hostal cercano, el local era bastante cutre: un edicio viejo tanto por fuera como por dentro, habitaciones con no más que lo básico y para cenar una simple sopa recalentada. Aún así siempre es mejor algo que nada.
Por la mañana amaneció un día mejor que el anterior, seguía haciendo frío, pero el sol brillaba cansado en el cielo sin nubes. Tú y yo alquilamos un viejo coche de caballos para continuar nuestro camino de regreso a casa. Era un carro de metal algo oxidado con altas ruedas demasiado grandes para él, tirado por dos cansados y desmejorados caballos de un gris sucio que, parecían ir a juego con el tiempo tan melancólico que nos estaba acompañando esos  días.
La verdad era que el paseo por aquellas praderas repletas de marrones, rojos, amarillos y algún que otro verde resultaba agradable y relajante.
-No recordaba estos paisajes después de tantos años viviendo tan lejos  - Confesaste observando y absorbiendo todo lo que nos rodeaba para seguramente no olvidarlo nunca- La ciudad es tan distinta...
Yo me limité a sonreír ante tan clara evidencia. ¾Quién puede comparar esos prados, su colorido y su silencio, con la gran ciudad, gris y ruidosa que te agobia con sus laberintos de ladrillo y piedra? Desde luego, el campo era mejor.
El camino comenzó a ascender. Nos encontrábamos en la ladera de un alto monte y el paisaje cada vez se iba volviendo más verde y frondoso. Ya a media mañana el bosque nos había rodeado por completo. Las hayas y los álamos crecían altos hasta el cielo haciendo aún más tenue la luz del lejano sol. Pronto dejamos de poder avanzar con el coche y desenganchamos los caballos para continuar nuestro camino cabalgando sobre sus lomos mientras la vegetación lo permitiese.
Al anochecer acampamos a la orilla de un riachuelo que debía nacer cerca de allí, dejamos los caballos atados a los arboles y dormimos al aire libre. La noche era fresca, pero se estaba bien.
Al día siguiente atravesamos el bosque en dirección a la cumbre y durante dos días más ascendimos por los empinados senderos rodeados de vegetación que cambiaba poco a poco de hayas a pinos. Hasta que a mediados del tercer día el número de árboles comenzó a descender y la hierba a escasear. Decidimos liberar los caballos y continuar esa última parte a pie.
Poco a poco dejamos atrás el bosque y comenzamos a escalar por un sendero entre las rocas. Los restos de alguna reciente nevada se dejaban ver cada pocos metros.
-No recordaba lo alta que estaba el pueblo - comentaste cuando la nieve cubrió el camino.
-Ya falta poco, llegaremos al anochecer - fue mi respuesta.
En efecto. Cuando el sol ya empezaba a ocultarse por el horizonte de aquel blanco mar de montaña, un pueblo de blancas paredes de piedra y negros tejados de pizarra apareció en la distancia.
-Ahí está, el hogar de nuestra infancia - señalé con tono alegre.
-Ya hemos llegado - respondiste y sin esperarme echaste a correr entre la nieve arrastrando la maleta tras de ti.
Te seguí hasta las casas y recorrimos las nevadas calles hasta una en concreto. Te paraste ante una puerta de madera de pino en la plaza del poblado. Tu mano se acercó a la lisa supercie pero se quedó inmóvil unos instantes antes de que te decidieses a llamar.
Tras una corta espera la puerta se abrió y una mujer de edad indeterminada apareció al otro lado. Sus ojos eran del color de las hojas en primavera, como los tuyos. Su cabello del color del trigo y la piel blanca como la nieve.
-Madre -murmuras con un tono quizá demasiado neutro.
- Perséfone -Te llama ella.
Las dos permanecéis de pie mirándoos jamente sin atreveros a reaccionar. Entonces soltaste la maleta y caíste en sus brazos.
-Madre, te he echado tanto de menos -reconociste por finn.
Ella levantó la vista un instante y sonriendo me dio las gracias por haberte traído de regreso.
-Hermes, ¿te quedarás a cenar? - me preguntó.
-Gracias Deméter, será un placer.
Aquella noche nos sentamos los tres a la mesa y comenzaste a relatarnos tus aventuras en la ciudad.